Capítulo 7: Hasta el cuarenta de mayo...
No dormí bien aquella noche. Bueno, en realidad, no dormí
bien ni aquella noche ni muchas de las que la siguieron. Durante el día
conseguía mantenerme entretenida con cualquier cosa, pero cuando llegaba la
noche y me deslizaba por entre las sábanas de mi cama, lo único que hacía era
dar vueltas y vueltas, proyectando en el techo, a través de mis ojos abiertos,
todas las escenas que podrían haber sido, y sin embargo, nunca fueron. Veía a
mi Caballero con Vaqueros y Cadenas riendo a mi lado, pasándome un brazo sobre
los hombros y aproximándome a él para besarme en la mejilla. Quizás a muchas
personas les resulte inverosímil que a mi mente tan sólo acudiesen pensamientos
de esta índole, inocentes, pero en realidad, llegué a quererle tanto, llegué a
quererle de una forma tan… peculiar, que me bastaba simplemente con saber que
estaba bien y, sobretodo, con que contase conmigo cuando tuviese algún problema
o hubiese algo en lo que pudiera ayudarle. Sí, no voy a mentir, me hubiera
encantado que en lugar de las imágenes que veía en el techo, se hicieran
realidad otras distintas en las que me cogía por la cintura y me daba un beso
suave y lento en los labios…
Pero, aunque soñadora, siempre he sido bastante
realista.
La única manera que tenía de escapar a esas visiones era
colocarme los auriculares, enchufarlos al móvil o al mp3 y subir el volumen
hasta que dejaba de oír el hilo de mis propios pensamientos. Concentrarme en la
letra de la canción era lo único que podía hacer para que mis ojos dejasen de
dibujar siluetas con la sombra que se proyectaba con la escasa luz nocturna que
entraba desde la ventana. En realidad, una de las peores cosas era que, cuando
conseguía que el sueño me invadiese y apagaba la música buscando apartarme de
la vigilia, contra la pared que formaban mis párpados se dibujaba el aniñado
rostro del Rockero y la historia volvía a repetirse, aunque en esta ocasión,
más que imágenes a mi mente acudían un millar de preguntas que no sabía, no
podía o no quería responder. Entonces era que volvía a revolverme en la cama
hasta tumbarme sobre mi lado derecho, hacerme un ovillo curvando hacia el pecho
las piernas y taparme incluso la cabeza con las sábanas en un vano intento de
evadirme de mí misma. Lo único que funcionaba, llegado este punto, era
construir una historia de la nada con personajes aleatorios.
Eso, o sumergirme en mis recuerdos intentando demorarme en
cada detalle, en cada matiz, del que pudiese acordarme.
>>No consigo recordar bien si fue al día siguiente o
a la semana siguiente de aquel acoso sobre la telaraña, pero la Whore me llamó
una tarde sugiriéndome ir al cine con ella y con el Duque. Ante la perspectiva
de volver a verme conversa en una experimentada violinista o en la hermana
gemela de Lumière, me negué en rotundo y ni tan siquiera me mostré algo
interesada cuando me dijo que Perlán estaba también con ellos. En realidad, y
si he de ser totalmente sincera, no era capaz de recordar quién demonios era
hasta que le pregunté si ese joven era el mismo que había estado todo el rato
dando por saco la primera vez que le vi… y ante su afirmación lo que hice fue
rodar los ojos hasta dejarlos en blanco. La perspectiva de que ese muchacho
volviera a darme el coñazo no me parecía especialmente alentadora, y me negué,
si cabía, con más énfasis.
‘No me apetece salir’
Esa era mi única y más sólida excusa. ¿Qué se me había
perdido con ellos? Estaba empezando a entrar el calor de verano y si salías a
la calle corrías el riesgo de te tuviesen que recoger del suelo con una
fregona, eso, por no hablar de que siempre fui tan pálida de piel que un paseo
excesivamente prolongado por las calles me dejaba quemaduras en los hombros y
las mejillas. Para más inri, en mi pueblo no había otra forma de movernos de un
lado para otro que no fuese caminando… si iba, terminaría roja como un
cangrejo. No. No era el mejor de los planes. No era el día para salir. Y no,
tampoco tenía la compañía adecuada.
Iba a colgar. Estar escuchando excusas y soportando que una
idiota a la que consideraba mi amiga me estuviera diciendo idioteces nunca ha
sido uno de mis puntos fuertes… pero no lo hice. Supongo que debo culpar a mi
empeño de ser políticamente correcta en cada ocasión. No quería ir, pero
necesitaba hacerle ver por qué no era buena idea que yo fuera. Por supuesto,
ella no iba a ver como tal la incomodidad que me generaba estar con ella y con
su pareja, así que por ahí no podía atacar. Que no me apeteciera salir lo tomó
como una muestra de tristeza por lo que acababa de sucederme con Platón, así
que si lo usaba como argumento, en realidad, yo perdía más que ganaba. Me
defendí con que Perlán era un pesado y su respuesta fue que ella y el Duque lo
controlarían. Me escudé en que no tenía ni idea de qué plan tenían, y cuando me
lo resumió en dos minutos y le dije que no me apetecía (porque mi baza, en
realidad, era decirle que no quería me contase lo que me contase) lo solucionó
con un “Bueno, podemos hacer lo que quieras”. Me estaba acorralando… y
acorralada, jugué la última carta que me quedaba.
Cuando le dije que no sabía qué ponerme, hizo memoria de mi
armario y me montó ella el conjunto de ropa. Algo de mi estilo, urbano. Me
recordó que tenía unos vaqueros cortos, un chaleco amarillo de tirantas y unas
sandalias preciosas esperándome en el armario. Cuando la llamada terminó y dejé
el móvil sobre la mesa, más aún, cuando salí a decirle a mi padre que en cuanto
me vistiese me acercase en coche a la estación, me sentí estúpida.
Muy, muy estúpida.<<
Mi padre me despertó al día siguiente a eso de las siete de
la mañana para llevarme al instituto. Me levanté con pesadez, sin haber
descansado bien, y me vestí cogiendo lo primero que pillé del armario. Repasé
el horario de memoria y preparé la mochila con los libros que correspondían. No
hablé mucho con él por la mañana, y tampoco cuando me recogió por la tarde. En
realidad, nunca hemos hablado demasiado.
Los días, hasta el miércoles, pasaron frente a mis ojos con
lenta y fría indiferencia. Las clases eran pesadas, monótonas y el instituto
era una puta cárcel. La Doncella, que se sentaba junto a mí en algunas clases,
me contaba anécdotas de cuando ella y mi Caballero con Vaqueros y Cadenas eran
pareja, de lo que había hecho ese fin de semana con su pareja de ese entonces o
de lo tremendamente largas que se le hacían las clases de física. También
hablaba de lo bueno que le parecía que estaba el profesor de literatura, de los
rumores que circulaban acerca de que tenía un tatuaje en el vientre y lo
incoherentes que se nos volvían, por momentos, las clases de filosofía. Yo,
generalmente callaba.
Durante los años de instituto, hasta que la conocí a ella,
mi compañero había sido un chico, al que llamaremos Neville, que por timidez al
principio no era capaz de mirarme a la cara durante más de dos segundos sin
sonrojarse. Me lo había pasado bien con él y habíamos forjado lo que, yo creía,
era una buena amistad. Ahora reíamos y bromeábamos como nunca, y los compañeros
de clase, aquellos que le conocían y sabían lo realmente complicado que le
resultaba relacionarse con mujeres, flipaban con la soltura con la que me
hablaba. Años de darle por saco, supongo. Desde el primer momento le traté con
paciencia y persistencia. Fui insistiendo en que me mirase a la cara primero, y
a los ojos después, en que me dijese lo que realmente se le pasaba por la
cabeza en lugar de lo que él creía que yo quería escuchar, y dándole, incluso,
algunos trucos para que pudiera.
“Cinco segundos.” –le decía a veces.– “Cinco segundos, miras
para otro lado y luego otros cinco.”
Iba subiendo la cuenta, por supuesto… pero al cabo de poco
más de un año se relacionaba con las mujeres como con los hombres. Llegamos a
tener tanta complicidad que con mirarnos sabíamos qué pasaba, dónde y quién
estaba implicado. Los demás comenzaron a hablar, claro. El cotilleo es el
cotilleo, y los rumores siempre crecen. No nos veíamos fuera de clase, pero
parecía importarles más bien poco. En unos meses, ya decían que éramos pareja o
que, como mínimo, nos gustábamos. Yo no le prestaba atención a las habladurías
y, si me preguntaban, sólo decía que él a mí no y que, estaba segura, yo
tampoco a él.
Ese curso nos habíamos puesto de acuerdo para cargar en la
mochila la mitad de los libros cada uno, distribuyendo el peso para no hacernos
daño en la espalda. Poníamos el libro entre ambas mesas, y cuando uno se
distraía el otro le indicaba por dónde iba la lectura… y como nos sentábamos en
segunda fila, porque ambos teníamos problemas de vista, también poníamos una
libreta entre ambas mesas e íbamos escribiendo en ella para comentar lo que se
nos pasaba por la cabeza. Me divertía mucho con él, y eso era muy, pero que muy
bonito…
Últimamente, eso sí, le notaba raro. Desde que había
aparecido la Doncella había empezado a relacionarme más con ella, pero no
porque no le valorase como se merecía o porque creyese que ella era más
importante. Fue egoísmo, en realidad. Yo le había comentado muchas veces que
relacionarme con las mujeres, aún siendo una, me resultaba… complicado, por
decirlo de algún modo. Necesitaba tener amigas mujeres y amigos hombres igual
que él tenía amigos hombres y amigas mujeres. Juzgué nuestra relación, la creí
fuerte y creí también que entendería que si me sentaba junto a ella no era
porque él no me importase, sino porque creía que entendería que quería tener
una amiga mujer. Suena estúpido, en realidad.
Yo por ese entonces creía que lo comprendía, por eso,
mientras miraba su espalda en clase, consciente de que me ignoraba y de que,
cuando intentaba hablar con él, estaba frío y distante, me evadía como podía.
>>Llegué a la estación unos quince o veinte minutos
después de la llamada de Whore. No había prestado mucha atención al viaje, y me
había dedicado a bajar la ventanilla del coche y me había limitado a dejar que
el aire me revolviera el cabello. Cuando bajé, fui hacia el interior de la
estación para encontrarme al trío maravilla sentado en un banco en el interior.
Agité la mano, forcé una sonrisa y comencé a caminar hacia ellos con lentitud,
arrastrando incluso los pies.
Duque se puso en pie de un salto, corrió hacia mí, me abrazó
y empezó a hacerme cosquillas y a hacer gilipolleces para que me riera. ¿De
dónde sacó esa confianza si anteriormente sólo nos habíamos visto sólo en una
ocasión? Ni idea. Sólo sé que cuando miré hacia atrás, Whore y Perlán seguían
sentados en el banco, con la mirada gacha, cuchicheando el uno con el otro. No
sabía qué tramaban, porque estaba claro que el canijo hiperactivo también
estaba metido en el ajo, pero no estaba segura de que terminara de gustarme. Les
saludé sin mostrarme muy emocionada y propusieron ir al cine. Tan pronto como
me encogí de hombros, los integrantes de la feliz pareja se agarraron de las
manos y comenzaron a abrir camino hacia el centro comercial, seguidos por una
indiferente yo y un incómodo Perlán.
No hablé mucho, al menos al principio. Si él me hacía alguna
pregunta yo contestaba todo lo cortés
que mi estado de ánimo me permitía, pero no daba pie a que la conversación
continuase… al menos, hasta que me di cuenta de que el pobre muchacho tampoco
tenía la culpa de que yo estuviera de morros e hice un esfuerzo por no cortarle
cada intento. Él se empezó a relajar y, con ello, empecé a ver algunos matices
de su personalidad, de quien era, que me gustaron. Una vocecilla en mi interior
me seguía diciendo que el chaval no podía ser muy normal si la vez anterior se
la había pasado persiguiéndome e
intentando hacerme cosquillas, pero como el radar de subnormales lo he tenido
siempre estropeado, nunca he sabido cuando una alerta era infundada y cuándo
debía tener cuidado. Aquella vez, me equivoqué.
Durante la sesión de cine, yo estaba sentada entre los dos
chicos, y Whore al lado de Duque, dos asientos a mi derecha. Si a día de hoy
miro los DVD’s que me grabó Perlán, con una presentación interactiva
personalizada, puedo decir casi con toda seguridad que la película de los
cojones fue “La montaña embrujada”. Horrible. No perdáis una hora y media de
vuestra hermosa vida viendo esa película. Os lo aconsejo de todo corazón.
El caso es que, conforme fueron transcurriendo los minutos,
me fui acercando más a la parte de mi asiento que estaba junto a Perlán, pero
no por él, sino porque al otro lado, justo a la misma distancia, nuestros otros
dos acompañantes estaban amortizando el dinero de la entrada y compensando lo
patética que era. En cierta ocasión, él resaltó un fallo de la película, o
quizá me hizo una broma, el caso es que fue un comentario ingenioso que
quisimos compartir con nuestros amigos… hasta que vimos que tenían la boca
ocupada. Le miré de reojo. Nunca he sido muy perspicaz, pero hacerme la tonta
siempre ha sido uno de mis puntos fuertes, y no tardé demasiado en darme cuenta
de que, cuando él creía que no le veía, me miraba como aquella vez en la
telaraña.
Apoyé la cara en la mano, y el codo de esa misma mano, en el
reposabrazos de mi asiento. El pelo cayendo en cascada sobre ese lado de la
cara me sirvió para ignorarle y centrarme en la película. Pero joder, qué mala
era. En una de estas veces que me revolví en mi asiento, en una de estas veces
que bajé el brazo, erguí la espalda y me senté correctamente en la butaca del
cine, él, Perlán, también se incorporó, se giró hacia mí, yo le miré con una
ceja enarcada como una silenciosa pregunta de qué quería y se tiró hacia mi
boca con tanto ímpetu que mi cabeza deslizó sobre el respaldo del
asiento.<<
En el instituto, no veía la hora de irme a casa. En casa, no
veía el momento de que el día terminase… pero no por el Rockero, sino porque
realmente deseaba que el tiempo pasase. El tiempo es lo único que cura las
heridas, y, en ese momento, yo tenía muchas de ellas abiertas. Más de las que
reconocía.
A veces me sorprendía mirando el móvil y revisando con tristeza la bandeja de mensajes entrantes, releyendo las conversaciones, por ahí y por Messenger, que había mantenido con mi Caballero con Vaqueros y Cadenas. A veces le veía conectado. A veces, sabía, de algún modo, que tenía el móvil en la mano y que estaba haciendo lo mismo que yo… pero nunca más le hablé. Por experiencia. Por respeto. Por orgullo. Por amor propio. Por mí.
Yo había dado todo lo
que tenía. Lo óptimo era que ahora él respondiera, para bien o para mal.
-Fin del capítulo 07-
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