Capítulo 6. Reflejos en el hielo

        No tenía lo que se dice mucha ilusión en que el tiempo transcurriese. A pesar de haber acudido a ella buscando que me echara un cable, nunca había tenido muy buena relación con Jaelous, todo sea dicho. Ella siempre había creído que yo quería quitarle al novio a pesar de que, no sólo el Verdugo nunca me atrajo, sino que además fui yo la que le convenció para que intentara algo con ella. Un experimento que salió mal porque empezaron a salir juntos; porque ahora mi relación con la muchacha era un maldito yoyo y porque de ser como un hermano, él había pasado a ser un completo desconocido para mí… Aunque eso pertenece a otra historia distinta.

                Lo que peor llevé de todo aquel día, fue quizá el tener que vestir a mi Princesa. Y por vestir no me refiero sólo a elegirle la ropa, sino a quitarle el pijama, ponerle la ropa de calle y abrocharle hasta los zapatos. Todo para que, al bajar a la calle al encuentro con Jaelous, la susodicha me dedique esa expresión de cotilleo que me sienta como una patada en el estómago. Era una hora prudencial para el mes de febrero, pues aunque hacía frío, el sol brillaba entre las blancas nubes invernales. Tomé aire con lentitud renovando el aire de mis pulmones para introducir poco después las manos en los bolsillos y mirar mis propios pies para evitar tropezar. Dejándolas charlar, tuve tiempo de perderme en mis propios recuerdos mientras deambulábamos por la calle entre adoquines, coches y transeúntes.


                >>Después de aquella partida, cuyo ganador no recuerdo, continuamos caminando de aquí para allá hasta ir a parar a un parque. El Pirata y yo no teníamos tanta relación como para estar charlando todo el camino, o, mejor dicho, no tanta como para que yo hablase, porque él charlaba hasta por los codos, pero la sola idea de acercarme a la patética pareja que formaban la Whore y el Duque se me hacía tan insoportable que no abrí en ningún momento la boca para quejarme al respecto. Pero cuando llegamos a aquella enorme colina enmoquetada por un césped perfecto, me dejé caer a la sombra sobre la hierba, coloqué ambas manos bajo mi nuca y cerré los ojos imaginándome en cualquier otro lugar que no fuese en el que me encontraba en aquel momento.

                No sé cuánto tiempo pasé en aquella posición; sólo que el tacto de las hormigas correteando por mis dedos y el suave rugido que el viento arrancaba de las hojas de los árboles, me hizo sentir pequeña y provocó que todos mis problemas desaparecieran. Todos menos uno, al que se oía por encima de aquel siseo arborícola y del graznido de los patos. En alguna ocasión, incluso los integrantes de la feliz pareja, en plena efervescencia hormonal, rodaron y rodaron… hasta golpearnos al Pirata y a mí, que casi conciliábamos el sueño al amparo de tan increíble belleza natural y tan agradable brisa primaveral. Como fuere, quedaba menos para irme, pero como si esto no fuera suficiente razón como para dar gracias al cielo, aparecieron nuevos amigos del Pirata y del Duque, algunos ya conocidos por la Whore, que nos permitieron al primer mencionado y a mí descansar de tanta descarga de lascivas intenciones al aire que teníamos que respirar todos.

                En concreto recuerdo que había un joven en aquel nuevo grupo, que, si bien no me llamó para nada la atención, yo sí llamé la suya. Le llamaremos… Perlán. Tenía el cabello corto y oscuro, peinado de tal forma que levantaba el flequillo con gomina. Sus labios eran gentiles, delicados y sonrosados, manos grandes y espalda ancha. Más alto que yo, al menos por una cabeza, de mirada astuta, cejas bien perfiladas y un curioso lunar entre estas. A pesar de que le sobraban unos cuantos kilos, tenía una bonita silueta. No hablé mucho con él, que no hacía sino chincharme para que le prestase atención. Recuerdo que, en uno de mis desesperados intentos por tener unos segundos para mí, me encaminé hacia un parque para niños, donde una telaraña de al menos 5 metros de altura cobraba forma.

                No he vuelto a ir, pero recuerdo perfectamente el crujido de las piedras bajo mis zapatos, el rojo intenso de la cuerda y el tacto áspero de la misma en mis dedos. Recuerdo que los vaqueros me impedían moverme con toda la libertad que deseaba, pero también que ello no me importaba lo más mínimo. El ocaso empezaba a caer, y si quería ver una hermosa puesta de sol desde aquella altura, debía apresurarme. Los demás integrantes del grupo, obligados a parecer personas enrolladas, se acercaban a aquella construcción para tumbarse sobre las cuerdas y charlar mientras miraban el móvil. Ajena a todo esto, yo continué ascendiendo, descolgándome en ocasiones cabeza abajo, para charlar con los demás y reírme de su miedo, luego ayudaba a algunos a subir a zonas más altas y entonces y sólo entonces, volvía a mis asuntos.

                Lo que jamás se borrará de mi memoria, fue el momento en el que, encontrándome en la cima de la telaraña con el cuerpo inclinado hacia el frente y en pie sobre las cuerdas, me deleité con los juegos de colores que el sol del atardecer hacía con las nubes y los dibujos que se formaban sobre las copas de los árboles conforme el astro rey iba descendiendo. En ese preciso momento en el que el día y la noche parecen solaparse y aun con el sol fuera empiezan a intuirse algunas estrellas, desvié la mirada hacia mi izquierda apenas tras percibir un ligero ruido y un vaivén en las cuerdas. Allí estaba él, Perlán, con los nudillos blancos por la fuerza con la que se agarraba pero con la cabeza alzada y su mirada posada enteramente en mí y en mi figura bañada por la luz del anochecer. Le mantuve la mirada; jamás me ha gustado bajar la cabeza ante nadie… pero lo que me hizo fruncir el ceño no fue sentirme retada sino aquel extraño brillo en los ojos de él.

                “Como una estrella” –pensé luego- “Me miraba como a una estrella. Hermosa e inalcanzable”<<


                Inalcanzable… así era como había definido yo a mi Caballero con Vaqueros y Cadenas cuando alguien me había preguntado al respecto. Inalcanzable… y sin embargo, unos días antes, había sentido sus labios contra los míos. Labios que ahora presionaba contra la cañita tras haber estado un rato mareando los hielos del refresco, escuchando una gilipollez tras otra. Alcé la vista cuando oí mi nombre, e hice un gesto con la mano acompañado de una negativa con la cabeza para indicar que mis pocas ganas de dialogar nada tenían que ver con que sufriera mal de amores. En realidad, sí, pero no por quienes ellas creían. Tomé aire. Tras un rato recorriéndonos las calles empedradas del pueblo habíamos terminado en el bar de los padres de Jaelous para tomarnos algo. Me había cansado de oír hablar del Rockero y de escuchar batallitas de cuando eran niños; pero aquella tortura era un paso necesario si quería tener una conversación seria con él. Como fuese, cuando ya no había en nuestros vasos más que lo que una vez fueron hielos, Jaelous consiguió que me pronunciara por primera vez en un rato, y es que sugería que, si él no hablaba conmigo, fuese yo a su casa para coger al toro por los cuernos. Negué una vez con la cabeza exponiéndoles la excusa que él me había puesto… a lo que me sorprendí viendo cómo ella se encogía de hombros. Incluso se ofreció a llevarme a su casa cuando agoté mi segunda excusa de no saber dónde vivía.

                Y no me pregunten cómo acabé participando en aquella idea de acosadora, pero acabamos las tres, en pleno domingo, frente al bloque de pisos en el que, según Jaelous, vivía el Rockero. Yo no dejaba de murmurar que lo dejásemos tranquilo, pero cuando escuché su voz a través del portero, lo único que acerté a hacer fue meterme en el portal y apoyarme contra la pared para que no me viera si se asomaba al balcón. ¿Cómo se me había ocurrido darles libertad de actuación a dos chicas de la Generación del 95? Noté el corazón en la garganta cuando él le preguntó si venía o no sola, y más aún cuando ella le mintió, pero disimulé un suspiro de alivio cuando denegó amablemente su petición de bajar y le dijo lo que yo ya le había estado repitiendo hasta la saciedad, que tenía que estudiar.

                Horas más tarde, cuando llegué a mi casa y me molesté en encender el ordenador por si encontraba por algún lugar a mi Caballero con Vaqueros y Cadenas, el Rockero me abrió conversación para sugerirme vernos el miércoles.  Enarqué una ceja. Eso no me lo esperaba.


                A pesar de todo, acepté.


-Fin del capítulo 06-

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